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Bodegas López una historia familiar de pasión por el vino

La empresa, fundada en 1898, es una de las más prestigiosas del mundo vitivinícola. Eduardo López, su CEO, nos guió en un recorrido por los secretos de cuatro generaciones.

Un camión Dodge toca bocina y cuando abren, cruza por el portón de calle Ozamiz al 375, en Maipú. Lleva su carga directo a la molienda. En las callejuelas de la Bodega López hay clima de vendimia. “La verdad es que, si tengo que elegir un lugar, es el segundo sótano. Allí tenemos guardados los vinos de las cosechas especiales; los vinos que ha guardado la bodega, los de la colección familiar, los de nuestra historia”, sostiene minutos después Eduardo López, CEO de la empresa que fundó su bisabuelo José Gregorio López.

“Nosotros vivíamos en la casa familiar, en la que vivió mi bisabuelo y también, por un tiempo, mi abuelo FernandoTengo recuerdo de andar en bicicleta por los callejones de tierra de la bodega. Éramos mocosos, todos tenían cuidado de nosotros, dábamos vueltas por todos lados como si fuese la vereda, pero en definitiva era un lugar de trabajo. Tendríamos 6 o 7 años, no recuerdo haber estado sólo, somos cinco hermanos”, agrega. A la derecha, del portón de ingreso, bajo una galería amplia, una camionetita Ford de 1930 –azul- cargada con bordelesas con la etiqueta El Vasquito, narra su propia historia. La del vino popular nacido en 1898.

De niño no pensás en el tamaño de la bodega, ni nos imaginábamos lo que representaba para quienes trabajaban allí o para los vecinos; no tenes conciencia de esa realidad. Para nosotros solo era un paseo en bicicleta, grande, divertido, con la picardía de estar escapándose de alguien”, cuenta Eduardo. Hacia la izquierda, detrás de la casa familiar, una gran puerta de vidrio permite entrar a la memoria. Una gigantografía en blanco y negro, una fotografía de trabajadores de 1910 da paso -escaleras abajo-, a maquinarias antiguas, herramientas y otros recuerdos de la vida pública.

“Creo que empecé a descubrir la bodega cuando empecé a trabajar aquí. Los que tenemos un par de años más, somos parte una generación que –en cierto punto- no elegimos ciertas cosas. A mí me toco trabajar, sí, pero no estoy arrepentido en lo absoluto. En 1989, por pedido de Carlos -mi padre-, fui a Buenos Aires para ver cómo funcionaba la empresa, viajé por un par de semanas y me quedé cuatro años. Creo que ahí tomé una real dimensión de lo que era la bodega, del centro de distribución, la logística y lo comercial. Hasta ese momento nunca pensé, que algún día nos tocaría definir los destinos de una empresa con tanta historia, con tantos recuerdos familiares”.

José Gregorio López Rivas era el mayor de seis hermanos, cuando cumplió 10 años murió su padre. En 1886, con 18 años y algunos conocimientos de una tradición de varias generaciones de agricultores, abandonó en municipio de Algarrobo, en Málaga para emigrar a la Argentina. “Mi bisabuelo, como tantos otros, llegó al puerto de Buenos Aires. Hizo de todo, fue zapatero, vendió fruta… trabajó el campo. Cuando pudo reunir algo de dinero trajo a sus hermanos y a Fernanda, su madre; se radicaron en Gutiérrez, Maipú. Arendaron algunas tierras y empezaron con la elaboración de vinos con cepas propias.

“La Familia de López es grande, no es solo mi padre, hay tíos, primos, los que trabajamos en la bodega somos pocos, pero creo que lo importante es tratar de mantener a todos incluidos en la empresa, persiguiendo un mismo fin. Creo que esa es una responsabilidad de quienes somos parte de la cuarta generación”, explica el CEO de López.

“La empresa ha tenido ciclos, de crecimiento, de focalización en productos de calidad, y creo que los tiempos que nos han hecho vivir o que vivimos hoy en Argentina nos hacen pensar en que, si uno puede mantener lo que han hecho, mantener la imagen de nuestros productos en el mercado, de calidad, prestigio e historia, creo que eso es un buen legado. Por supuesto que, si uno busca mantener todo eso, estas creciendo porque para poder mantener hay que estar dedicados a distintas cosas: nuevos productos, etiquetas”.

“Si algo tienen las crisis que vivimos en Argentina, es que nos hacen estar en permanente pensamiento, replanteándonos si lo que estamos haciendo es lo correcto; te obliga a mantenerte muy activo. El legado es poder mantener la empresa, la familia, pensando en el largo plazo, sin dejar de ver el día a día. Creo que ahí está un poco lo que buscamos. Eso es parte de nuestro estilo”.

A la hora de hablar de las generaciones precedentes y de su huella, Eduardo López hace referencia a la palabra Montchenot, “porque hace casi 70 años nuestros antepasados lo definieron como la línea de vino de mayor calidad que íbamos a tener. Creo que para nosotros todas esas botellas de cosechas especiales, desde 1950 a la actualidad, representan lo que nos ha definido como un producto de calidad. En segundo lugar, elegiría un López porque es nuestro apellido, por todo lo que significa para nosotros; creo que es lo que defendemos con mucho ímpetu para que permanezca en el tiempo, como un vino bien hecho”.

“El Chateau Vieux fue nuestro primer producto superior, hoy puedo sacar una botella con una etiqueta original de 1938 y lo importante, es que si lo descorchamos lo vamos a poder tomar, es rico, a pesar de la tecnología con la que se contaba quedó demostrado que se podían hacer buenos vinos. La historia del vino argentino tiene 150 años y nosotros estamos presentes casi desde el principio”.

“La cuarta marca es Federico López; mi abuelo. Pudimos elaborar un producto distinto, de excelente calidad equiparando al Montchenot. Incluso –y esto es muy personal- logramos un producto con un perfil distinto al de los otros vinos. Mi abuelo siempre defendió la calidad; yo recuerdo haberle escuchado decir a nuestro enólogo Carmelo Panella, que: ¡Cuando los chicos te pidan más vino, deciles que no hay! Era una forma rudimentaria de frenar el deseo de sus dos hijos de aumentar el volumen de venta… ese concepto de calidad nos llevó a tener épocas de crecimiento y desarrollo”.

Mi abuelo en un momento quería vender agua embotellada y de calidad; ese era su concepto, hasta el agua tenía que tener alta calidad. No lo hizo nunca, la vida lo fue llevando hacia otro lado, a él le gustaba el champagne y trabajamos mucho para poder desarrollar una línea. Después de que él murió logramos hacer nuestra fábrica de champagne, elaborarlo acá y hacer acuerdos con bodegas francesas para que nos enseñaran a elaborarlo como se hace en Francia. Le obsesionaba el aceite de oliva e hizo una finca en La Piedra, con una retro escarbadora sacaba una palada de piedras y le agregaba la mima palada de tierra… allí plantó los olivos y así están, chiquitos, con una aceituna de primerísima calidad, con una restricción de agua, sufridos, y esa es la calidad del fruto. No hace mucho que se dice que se puede plantar viñedos en La Piedra por el riego por goteo, entre otras cosas”.

“Las empresas familiares tenemos una ventaja que debemos aprovechar, que es la velocidad en la toma de decisiones. Entramos en el negocio de la lata de vino porque existe en cualquier mercado de Europa y Estados Unidos, pero acá no había funcionado cuando se desarrolló en la década del ’60 y ’70, eso era innovación. Entramos en el negocio porque vimos que era una canal de ventas que se podía desarrollar, que las barreras de entrada no eran bajas y podían entrar muchos jugadores. Tomamos la decisión y fuimos, medimos el riesgo y avanzamos”.

“Creo que los productos no solo se consumen porque tienen un buen marketing; vamos más allá de eso a la relación que tienen las personas con el producto, con la bodega. Recibimos a muchos turistas y quienes nos visitan se quiere llevar un recuerdo, no importa la línea ni el producto. Creo que en el fondo buscan recrear el momento, desde como los recibieron o se sintieron. En el trasfondo, al descorchar la botella puedan volver a contar una buena historia”, concluyó Eduardo López, integrante de la cuarta generación de hombres ligados a la pasión por el vino.

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