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Anabel Fernández Sagasti, nacida para militar

Tomó el colegio contra el menemismo, trabajó de moza y sueña con gobernar Mendoza antes de los 40

Es la primera presidenta mujer del PJ de Mendoza. También se convirtió, a los 31, en la senadora nacional más joven. La historia de la hija de un peronista de base: su ayuda a niños en adopción, sus comienzos en La Cámpora y su fanatismo por el fútbol

 

 

 

Tenía 13 años Anabel Fernández Sagasti y recién había ingresado a la Escuela Superior de Formación Docente, una de las cinco que dependen de la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, cuando alguien les avisó a ella y al resto de los flamantes alumnos secundarios que ya no lo serían más: “No están más en primer año, ahora son todos de octavo grado”.

 

 

 

Era 1997 y Mendoza se había convertido desde el año anterior en el primer ensayo en el país de la implementación de ley federal de educación, diseñada por el gobierno de Carlos Saúl Menem para cambiar la estructura de la escuela secundaria clásica, alterar presupuestos, cerrar colegios públicos y desaparecer materias. Bajo la cordillera de los Andes, los alumnos y los docentes de las escuelas universitarias se rebelaron contra la implementación del sistema polimodal. Anabel sintió el impacto de la primera tensión política personal de su vida, pero ya sabía qué eran las asambleas, las reuniones, conocía los tonos de cada color de una discusión.

Sólo que ahora lo que pasaba en su escuela repercutía en su cuerpo. Las moléculas que componen su genética -mezcla de adn español y vasco francés- entraron en ebullición: había que estar y hacerse escuchar para modificar las cosas.

 

 

 

 

Aquel día volvió a su casa del barrio Covimet de Godoy Cruz y les dijo a sus padres que esa noche, y las que fueran necesarias, dormiría en la escuela hasta que los reclamos de los estudiantes y los docentes sean atendidos por el gobierno provincial. Los alumnos habían tomado el edificio. Cuando la escuchó, su papá Roberto la miró raro. Dudó. Primero le dijo que no, que era muy chica para eso.

 

 

 

 

El silencio se estiró lo que duró la introspección del padre. En minutos pasaron a la velocidad en la que corren los recuerdos esos Día del Niño en los barrios pobres del conurbano mendocino, las juntas vecinales con padres e hijos, las colectas, las charlas en las que él siempre intentó que su hija viera y sintiera que al lado suyo hay otros y que no son invisibles: el sentido de la justicia social.

 

 

 

Nada de eso era un concepto extraño en el universo familiar de los Fernández Sagasti. La modesta casa en el barrio Covimet fue -y aún lo es- una “unidad básica” doméstica. Su padre, empleado del Departamento General de Irrigación, es incluso hoy, a los 71 años, un militante peronista de base, hijo de otro militante que se cautivó con el primer Perón. La transferencia de pasión y doctrina en la familia es directa, de generación en generación.

 

 

 

Por eso Anabel creció en una casa que era centro de campaña, lugar de encuentro para salidas de caravanas electorales, mesa larga para los que no tenían con quién estar en Navidad y Año Nuevo. “Mi papá me enseñó del compromiso con los otros, no me podía decir que volviera a dormir a casa en una toma en el colegio”, ríe Fernández Sagasti.

 

 

 

Las cosas pasaron demasiado rápido. El modelo neoliberal de Menem se derrumbó poco después. Vinieron la Alianza, Duhalde y Néstor Kirchner. Apenas 14 años luego de aquella toma, Anabel viajó por segunda vez en su vida a Buenos Aires. Tenía 27 y no fue como turista, sino como diputada nacional ungida por la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner y elegida por el pueblo. Y se quedó.

 

 

 

 

Anabel Fernández Sagasti construyó una carrera política desde el suelo árido de su barrio popular en Mendoza hasta convertirse primero en diputada y luego senadora (es su cargo actual, a renovarse en las elecciones de este año), candidata a gobernadora en 2019 con menos de 40 años y primera presidenta del Partido Justicialista de Mendoza: rompe el techo de cristal cada vez que lo toca.

 

 

 

En una década, esta hincha fanática de Godoy Cruz de 37 años, docente, abogada, martillera pública y jugadora de fútbol amateur desde que se metía con sus hermanos varones en los picados en la calle, construyó lo que la mayoría de los que entran en el laberíntico juego de la política no logra, quizás, en toda su carrera.

 

 

 

En la mamadera de la Anabel ya había alta dosis de peronismo. Roberto militó en el PJ desde siempre. Su mamá, dedicada a las tareas del hogar, se involucró en cada espacio social en el que la familia estaba: cooperadora del colegio, los clubes del barrio, la ayuda a los enfermos. Y fue la encargada de imprimir en sus tres hijos la cultura del trabajo. Tanto que cuando su hija tenía 14 un verano la llevó a ocupar el tiempo de vacaciones como trabajadora de una envasadora de duraznos en almíbar que había en el barrio. “Señora, su hija es menor, todavía no la podemos contratar”, le respondieron. La joven disfrutó del tiempo libre. Pero le había quedado claro que sólo con estudiar no alcanzaría en su casa, donde un saquito de té se usaba para dos tazas.

 

 

 

 

Anabel aprendió de allí que su vida iba a navegar sobre dos ríos, el del compromiso y la organización. Roberto siempre le dijo: si te comprometés con una causa y te organizás, todo se puede cambiar. Para la segunda toma del colegio secundario, Anabel ya tenía 16 y era la presidenta del Centro de Estudiantes. Así de contundente le entró la idea.

 

 

 

Sus amigas se iban a tomar una coca a la plaza y ella siempre llegaba después porque se quedaba en la escuela para hablar con los estudiantes que tenían problemas, con los docentes y los directivos. Una de sus mejores amigas, que prefiere no dar su nombre para esta nota cuenta que con Anabel siempre hablaron de política desde que entraron a la escuela y nunca las separó las distintas formas de ver el país, aunque una era hija de un militante radical y la otra de la vereda de enfrente. Al contrario.

 

 

 

“Una de sus principales características es su responsabilidad. Siempre le hago el chiste de que terminé el colegio porque me sentaba al lado de ella. Sabía todo, era muy organizada, tenía la responsabilidad marcada y nunca se desviaba de su camino”, comenta otra amiga.

La característica que veían sus compañeras y compañeros de la escuela era que siempre se bancaba la responsabilidad de ser representante de los estudiantes, pensaba propuestas, las difundía y quería convencer a los demás con la palabra. Siempre fue por más. Y siempre supo que quería ser abogada “defensora”, decía.

 

 

 

 

 

A sus amigas les avisaba que iba a estudiar Derecho para graduarse luego como diplomática. Una de ellas la recuerda en los simulacros de Asamblea de Naciones Unidas que hacían en su escuela: “Siempre hablaba, siempre llevaba la voz cantante”.

Fines del año 2000, el peronismo era un mundo en crisis. Un momento de quiebre entre un viejo justicialismo atormentado por su pasado de plomo y una demanda de las bases de volver a lo popular. Fernández Sagasti se autoproclamaba peronista en aquel amanecer de siglo por herencia y convicción. “Pero Menem no era el peronismo que me habían enseñado, el que yo vivía en mi casa. Fue muy difícil esa época para mí”, cuenta la senadora.

 

 

 

El último año de secundario fue el apocalíptico 2001. Así como abrió su historia en la escuela de Magisterio de Mendoza, la cerró. En quinto año organizó, ya como líder, otra toma contra las políticas del gobierno de la Alianza, integrado por personajes que todavía gozan de actualidad y son la contracara de lo que quiere Fernández Sagasti, de Patricia Bullrich a Ricardo López Murphy.

 

 

 

Aquella era una época de hartazgo y repudio para la “generación Okupas”. A pesar de la “religión” que se profesaba en su casa, ella y sus compañeros entendían que las organizaciones en la secundaria y en la universidad tenían que ser independientes, porque los partidos políticos eran mala palabra para la juventud: estaban quemados. “Para nosotros el Estado nos reprimía, nos pegaba, nos metía en cana si nos manifestábamos y teníamos que tomar el colegio para no quedarnos sin universidad pública”, comenta.

 

 

 

Terminó la escuela secundaria y, como dice una de sus mejores amigas, por algún lado tenía que canalizar esa voluntad de ayudar. Al años siguiente empezó Derecho en la universidad y se inscribió como voluntaria en la Casa Cuna de Mendoza. Además, consiguió trabajo como moza del hotel más exclusivo de la capital mendocina. Todo estaba arrasado por el menemismo y la Alianza, y la hija de Roberto buscaba una organización donde encausar la lava volcánica de su vocación.

 

 

 

 

Iba una vez por semana a la maternidad a acompañar, atender y jugar con bebés y recién nacidos. En esos cuatro años que pasó allí conoció a fondo las dificultades sociales de la niñez en un lugar donde la mayoría de los chicos habían sido apartados por el Estado de sus papás biológicos porque corrían riesgos físicos o psíquicos al lado de sus familias.

 

 

 

Fue testigo de las visitas de los padres a sus hijos, momentos que todavía le duelen. Aprendió a observar la maternidad desde otra perspectiva. Conoció nenes y nenas que sólo tenían a los médicos, enfermeros y a voluntarias como ella, bebés que estaban esperando amor. Así conoció las dificultades del sistema de niñez y sus deficiencias. En ese momento Anabel se replanteó algunas “verdades culturales”. Y entendió que el “instinto maternal” no existe, que es una construcción cultural, que de otro modo no ocurrirían las cosas que ella veía en la Casa Cuna.

 

 

 

Fernández Sagasti iba una vez por semana y los cuidaba, los cambiaba, los despiojaba, jugaba con ellos y en Navidad y Año nuevo llevaba a algunos a su casa para que no se queden ahí. La familia los recibía pero no se acostumbraba a que después los chicos tuvieran que volver al hospital. “Y era un dolor. Porque bueno, los chicos a cierta edad hablan, cuentan sus historias, todo un tema complejo, yo quería adoptar a todos, pero era imposible en casa”, relata emocionada.

 

 

 

Néstor Kirchner era presidente cuando algo cambió todo en el espíritu inquieto de Anabel. Ella lo había votado en 2003 pero sólo porque era peronista y no era Menem. Pasaron dos años más hasta que el patagónico conquistó el corazón de la cuyana. Fue con el “No al Alca”: la manito del Presidente en la pierna de George Bush, el tren blanco de la contramarcha, Evo Morales, Maradona y Chávez en Mar del Plata.

 

 

 

 

“Yo en la Casa Cuna podía ayudar tantas horas a la semana, ahora, la realidad de base, la raíz, se cambia con políticas públicas. Y cuando me hizo ese clic dije ‘no, es por acá’”, comenta. “Acá” era la política. Anabel se sintió convocada por Néstor. Ella, como tantos muchos otros jóvenes.

 

 

Roberto le insistía que militara en la Juventud Peronista pero todo cambió cuando junto con un grupo de compañeros de Derecho decidieron fundar La Cámpora Mendoza. Se pusieron en contacto con los jóvenes referentes de aquellos años, los fundadores y amplificadores de una idea condicionada por su pasado, hijos de la dictadura, adolescentes de los ‘90 y jóvenes en el estallido de 2001: Andrés “Cuervo” Larroque, Eduardo De Pedro, Máximo Kirchner, Mayra García.

 

 

 

“Empezaron a viajar ellos, a formarnos. Ninguno de nosotros había participado orgánicamente en ningún espacio, así que la verdad es que nos ayudaban”, cuenta Fernández Sagasti a Infobae desde su despacho en Mendoza capital, desde donde participa en las sesiones del Senado en modo pandemia.

 

 

Era la época de las mil flores. El kirchnerismo había polinizado a la juventud, lo que a la vez había intensificado la participación joven en otros sectores. Una primavera de entusiasmo general. La fiesta inolvidable del Bicentenario. Pero el 27 de octubre de 2010 Anabel, que participaba como voluntaria del Censo Nacional en el pueblo Lavalle, vio y escuchó en la televisión encendida de la casa de un ciudadano que había muerto Kirchner. Y así Anabel conoció Buenos Aires, a los 26. Viajó con otros militantes para despedir al ex Presidente en Plaza de Mayo.

 

 

Para viajar tuvo que pedir permiso en su trabajo en el hotel, donde atendía a los huéspedes y a veces fajinaba la vajilla. En ese cinco estrellas atendió a Julio Cobos cuando era gobernador, a Daniel Scioli y Karina Rabolini, al por entonces presidente del Banco Central Alfonso Prat Gay. No imaginaba que pronto serían pares, rivales o compañeros. Iba a suceder demasiado pronto.

“Ese trabajo me servía poder pagar las fotocopias, tener independencia para salir con mis amigas, comprarme ropa. Es algo que me inculcó mi mamá, ser independiente”, cuenta. Si alguien le hubiera adelantado que lo que se venía en su vida, a máxima velocidad, no lo hubiera creído.

 

 

 

 

 

Poco tiempo después, un referente de La Cámpora, donde ya habían detectado a la promesa de los Andes, la llamó desde Buenos Aires y le avisó: “No se lo podés decir a nadie, pero vas a ser candidata a diputada nacional”. Anabel lo creyó posible pero le costó caer. Le pidió a su interlocutor un sólo favor: poder decirle a su papá antes de que se entere por los medios.

 

 

 

Entonces, unos días después la habilitaron a contarle a Roberto. Y ella fue corriendo -literalmente- a la casa de su papá y se lo dijo. “Y no le pasó nada”, ríe Anabel. “Se alegró muchísimo. Al principio no caía, y me dijo ‘bueno, si yo hubiera sabido que tantos años de militancia me lo iban a pagar con mi hija diputada nacional’, como diciendo que valió la pena. Ahí mi papá tenía una parrilla en el barrio y me felicitó y se fue. No había caído, claramente, hasta que lo empezaron a llamar todos los compañeros peronistas de Mendoza y a felicitarlo”, cuenta.

 

 

 

Su grupo de amigas lo vio en la tele. No lo podían creer. Fernández Sagasti tenía 26 años, era abogada recién recibida. Y de repente, el giro en la historia de su vida. Anabel no olvida aquella campaña, en la que hubo un fervor popular por apuntalar el ánimo de Cristina Fernández de Kirchner. “Fue aquella campaña de ‘Fuerza Cristina’, fue muy fuerte”, recuerda.

 

 

 

Anabel estaba acostumbrada a repartir volantes, hablar con los vecinos, las nociones básicas de campañas en el territorio. Pero ver su cara en los panfletos, en las gigantografías de la ciudad, hasta el día de hoy le incomoda. “Me pasa que no permito que me maquillen, ni que me pongan nada porque es muy impactante”, se sonrojda Fernández Sagasti, que recuerda aquellos años con alegría, a pesar del duelo.

 

 

 

Fueron las elecciones del 54%. Anabel iba a las casas, golpeaba las puertas y la gente besaba las fotos de la Presidenta. Así, el Frente para la Victoria ganó en Mendoza con el 46,7% de los votos y ella, que ocupaba el puesto 2 de la lista de candidatos, de repente aterrizó en el Congreso, en un bloque con pesos pesados: Agustín Rossi, Juliana Di Tullio, Julián Domínguez, Carlos Kunkel, Omar Perotti, Héctor Recalde.

 

 

 

 

“Al principio era tímida, le duró 15 días. Después se convirtió en una diputada muy importante para el bloque. Una abogada que jugaba toda la cancha. La poníamos a jugar y jugaba. Eran momentos difíciles, fue el último período de Cristina. Había que ser muy disciplinado y convencido. Bueno, Anabel es las dos cosas. Estudiosa de los temas. Cuando había que estirar los discursos en comisión o en el recinto para juntar quórum, hablaba todo lo que quería porque conocía todos los temas”, cuenta alguien que en esos años fue un jugador esencial del Frente para la Victoria.

 

 

 

Fernández Sagasti se convirtió rápidamente en un cuadro legislativo estratégico, cuando el proceso para lograr esa capacidad suele durar más de un mandato. “Al toque la podíamos usar en cualquier puesto. Su discurso se fue perfeccionando. Desde que entró en la Cámara ya tenía un discurso hilado, coherente, siempre interesante. Fue una esponjita. Es muy inteligente, muy sensible, es muy difícil encontrarle algo malo. Quiere ser gobernadora. Tiene hambre, tiene ganas de ser, voluntad de ser”, comenta una legisladora kirchnerista de las importantes, que la conoce y la cobijó desde aquellos años.

 

 

 

En 2015 Anabel saltó directamente al Senado, la “Cámara alta”. Y desde allí, con el amparo de la propia Cristina, llevó adelante la renovación del peronismo de su provincia. Ungida por la líder del kirchnerismo, se convirtió en la presidenta del PJ y candidata a gobernadora en 2019, elección que perdió a manos del radical Rodolfo Suárez. “Al otro día que perdió ya me estaba hablando de lo que iba a venir, de cómo iba a encarar el trabajo para volver a intentarlo”, dice una de sus amigas sobre su voluntad.

 

 

 

Fernández Sagasti dice que aprendió la tarea legislativa y la militancia de compañeras como Di Tullio o la propia Fernández de Kirchner. “Compartir una banca con ellas y sobre todo aprender de la pasión que Cristina le pone a pelear por los sectores más vulnerables, por entender que la política es la política real, por todas esas enseñanzas yo me siento una privilegiada”, admite.

 

 

 

 

 

Anabel no cumplió todavía ni 40 años pero sabe que su vida será para la política y viceversa. Sólo tiene esa certeza. Lo sabe ella y lo intuye Roberto, su papá, su confesor, el hombre con el que ella toma las decisiones más complejas, el que la pone en órbita cuando el cosmos de la política se enturbia: “Mi papá es muy crítico en muchas cosas y por eso yo hablo y tengo la cábala antes del cierre de listas, la noche anterior voy, le cuento todo, y también me desahogo”.

 

 

 

– ¿Tiene una línea de llegada su carrera política? Le quedan muchos años.

– Creo que los lugares los hacen las personas más que al revés, y sí, a mí me gustaría un ejecutivo, por supuesto la gobernación de la provincia porque es el lugar de donde más podés transformar la calidad de vida de la gente. Como legisladora lo podés hacer, de hecho las leyes transforman. Pero el Ejecutivo es donde realmente podés tomar las decisiones que cambian la vida, entonces creo que en el futuro me vería más ahí, transformando, porque en definitiva es para lo que estamos. Todo lo que te puede llegar de una crítica, lo compensa poder ver a una chiquita que accedió a un transplante de oído y que le cambiaste la vida. Ese es mi sostén.

 

 

 

– ¿No piensa que en algún momento podría dedicarse a otra cosa?

– No, es una elección de vida participar en política, es una pasión, es una vocación. La voy a ejercer desde el lugar que me toque. No me puedo ver en otro lado porque es una vocación.

Como senadora, Sagasti pasa una parte de su vida en Buenos Aires y la otra en Mendoza. Los domingos, sin duda, la encontrarán siempre en Godoy Cruz. Antes de la pandemia, el ritual era el asado con sus padres y sus hermanos, cuñadas y sobrinos y después ir a la cancha a alentar al “Tomba”. El COVID-19 suspendió la tribuna pero no las reuniones.

 

 

 

El alma de Roberto se sale del cuerpo del hombre cuando piensa en su hija como una versión mejor de él, que agarró lo mejor de las enseñanzas del peronismo barrial y le sumó estudio, calidad e intuición. Él es una parte de ella y viceversa. No es solo una metáfora. Roberto anda por Mendoza con una libretita que le compró Anabel para que no se les pase nada. “Si alguien necesita algo lo busca a él, muchas veces golpean la puerta de casa porque todo el mundo sabe dónde vive y él anota quién es, el número de teléfono, qué inquietud tiene y los domingos, antes del asado, me pasa el parte. Y yo voy resolviendo”, sonríe Fernández Sagasti, incansable, nacida para militar.

 

 

 

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